Pedaleaba por independencia rumbo
al oeste, al final de una inolvidable jornada, reconfortándome al pensar lo
cerca que estaba de casa. En 10 minutos estaría bajo la ducha caliente y
en 20 en la cama, tapado hasta las orejas, en esa ensoñación estaba cuando
de repente la cámara de mi rueda trasera dijo basta, .... fue entonces que
entré en pánico.
La mañana había comenzado
tempranito, buscando a mi hija Ana Clara a un cumple de 15, la hora indicada
por ella fue las 6 de la mañana, pero a sabiendas que los finales siempre se
extienden, me apersoné en el lugar a las 6.30. El desayuno se extendería
un rato más, así que me dispuse a esperar, no obstante antes de quince minutos, estaba camino a casa.
Mientras ella se preparaba para
ir a dormir, yo me aprestaba a partir rumbo a Once,... con todo listo esperé unos quince o veinte minutos antes de emprender el viaje, para no llegar demasiado temprano a la estación. Cerca de las ocho y cuarto, abordamos el tren rumbo a Merlo. Ante la ausencia de
vidrios en las ventanas, la moderada velocidad del tren fue suficiente para
hacer descender unos cuantos grados la sensación térmica de esa fría mañana de
junio.
A pesar de la ventilación, oleadas de humo de cierta hierba subtropical nos envolvía cada tanto, mientras una suerte de Sérpico del subdesarrollo que deambulaba por el vagón, presuntamente preservando la seguridad, llamó la atención de muchos y el resquemor de varios que vigilábamos disimuladamente su derrotero.
Cerca ya de Merlo, un vendedor de
cuellitos de Polar, a 10 pesos la unidad, hizo su Agosto en Junio gracias
a la gélida mañana. Alejandra, miraba la shoppinesca escena con un dejo
de melancolía, tal vez pensando en los 120 mangos que había pagado por su
flamante pasamontañas de acreditada marca e idéntica función. Varios la consolamos alabando
la calidad y el estilo de su prenda para que no caiga en un pozo
depresivo, que empañara un dia que pintaba brillante. Aún a costa de cierta mentira piadosa, lo logramos.
A pocas cuadras de la estación
Merlo, realizamos una mini parada técnica para confeccionar el listado de
preferencias gastronómicas de cada participante. Tras esa tarea vital,
emprendimos viaje por la ruta 200 a nuestro primer destino, Las Heras. Como el
tránsito era intenso, alternamos varios tramos a uno y otro lado de las vías del
tren.
Al cruzar la ruta 6 el viento (en
contra, como siempre) pareció arreciar y la velocidad del grupo se redujo
notoriamente. No hubo “andar a rueda” que valga, parecía como que Papá
Viento estaba enojado porque 2 de sus hijos habían salido sin avisarle. El
periplo hasta Las Heras demandó más de lo previsto y el cansancio de varios
alargó la nueva parada a casi cuarenta y cinco minutos. Por ello, algunos
de los más jòvenes, a falta de cerveza, nos fuimos a tomar solcito a la vereda
de enfrente.
Al salir del pueblo rumbo a
Zapiola, el camino asustaba por lo irregular, la constante vibración y los
fuertes sacudones, hicieron que en algún momento temiera por la suerte de mis
implantes que, afortunadamente, salieron indemnes.
De todas las fuerzas de la
naturaleza, el Agua ya nos había sido adversa en Escobar al transformar
plácidos caminos rurales, en casi ciénagas. Ahora nuestra adversidad venía de
la mano de la Tierra, materializada en caminos aspérrimos y del Aire que
cargado de energía cinética trataba de detener nuestra marcha. Por suerte
el Fuego, dominado desde antaño por el hombre, estaba contribuyendo ahora
mismo a cocer los alimentos que degustaríamos en Zapiola, pensé.
Ese día Eolo (creo que era griego
el chabón) haciendo gala del poder y la arbitrariedad que solo tienen los
dioses, se interponía obstinadamente, entre un pequeños grupo de ciclistas y
las fuentes de pasta asciutta que nos esperaban en destino. Si llegábamos,
claro. ¿Porque éstos dioses importados no se ocuparán de cosas más trascendentales?
Pensé mientras lidiaba con los pedales.
Finalmente cuando ya casi había
perdido las esperanzas, divisé unos cuantos centenares de metros al frente y a
la derecha una construcción que inequívocamente partencia a una estación
ferroviaria. Era Zapiola. Por fin, habíamos llegado. A las tres y
media de la tarde, cansados y famélicos, ingresamos al almacén por los fondos.
Luego de un instante de sobresalto por la quietud del lugar, que parecía vacío
vimos la mesa puesta. Respiré
Como el viaje de ida nos había
llevado casi dos horas mas de lo previsto, la idea fue comer y
seguir. Entonces en menos de noventa minutos estuvimos listos para
partir. Comimos lengua a la vinagreta, muy buena; tallarines con estofado, en
mi caso casi dos platos y ensalada de frutas como postre. Gaseosas “ad libitum”, vino y
Quilmes a falta de Stella fue la bebida.
En la micro sobremesa, mientras
de Alejandro P, cabeceaba de un modo tal que hubiera sido la envidia del
mismísimo Martín Palermo, Diana trató sin éxito, de capturar el momento para
la página de amigos, Luis comentaba que la mejor manera de encarar una curva en
dos ruedas era mirar el final de la misma, mientas yo me esforzaba en recordar
las coordenadas del baño.
Previa foto en la estación del
tren, comenzamos el viaje rumbo a Cañuelas y al poco tiempo percibí un problema
de geometría entre mi bici y yo. Claramente, el ángulo que formaba mi tronco
con una imaginaria línea horizontal al piso era menor al que, en ese momento
soportaba mí dilatado abdomen, con lo cual la tangente que partía desde mi
ombligo en dirección al suelo pasaba 20 cm. atrás de la caja pedalera, lo que me
proporcionaba una posición inadecuada de pedaleo. ¿Se entendió? ¿No?
Bueno, ... me sentía como el culo pedaleando después de haber comido como
un cerdo. En ese momento extrañaba una decumbente, aunque nunca había
tenido la experiencia de pedalearlas, era seguro que mi abdomen estaría más confortable.
El viaje a Cañuelas, tuvo de
todo. Al principio un camino en muy buen estado que presagiaba una rápida
vuelta a casa, luego otro que por la cantidad de pasto evidenciaba poco tránsito
y que, de a poco, se transformó en un picadero prácticamente, intransitable.
El sol fue bajando y con él la temperatura. Aún en medio de la tarde una hermosa luna llena parecía guiarnos; cuantas cosas nos perdemos todos los días sin casi darnos cuenta. De a poco, fui sintiendo más y más frío a pesar de lo enérgico del pedaleo. Ya con el sol cercano al horizonte, mi enfriamiento continuó a ritmo sostenido, hasta que tiritando decidí detenerme para vestir mi rompevientos. Estaba al borde de la hipotermia (léase cagadode frío) y encima con calzas cortas.
A esa altura, en medio de la noche y temblando casi sin parar parecía un IROMAN de gelatina. Cada nueva parada, y fueron varias, resultó ser un suplicio porque entonces el frío superaba al agotamiento. Por fin luego de casi 13 horas de nuestra partida desde Once llegamos a Cañuelas y por suerte el tren estaba allí. Subimos y al poco tiempo estábamos viajando rumbo a Ezeiza. Mientras un "estrenador" de bicicleta elongaba con cara de “que estoy haciendo yo aquí”, nos divertíamos recordando la improvisada badana que “inventó” en medio del camino para superar la dureza del asiento.
Llegamos a Ezeiza a las 21 y en
pocos minutos llegó el tren que nos conduciría a Constitución. No era el
Tren Bala, pero comparado con el Sarmiento, parecía el Oriente Express. Ya
acomodado en el vagón, comí ... comimos, los peores panchos de nuestra
existencia, como si fuera un manjar; porque luego del esfuerzo y el frío
del camino las calorías ingeridas en Zapiola no eran más que un lejano
recuerdo. Un poco pasadas las diez de la noche estábamos en Constitución, o sea
en casa.
Pedaleaba por independencia rumbo al oeste, al final de
una inolvidable jornada, ya presentía la calidez del hogar. En 10 minutos
estaría bajo la ducha caliente y en 20 arropado en la cama hasta mañana, en esa
ensoñación estaba cuando de repente mi rueda trasera dijo basta....
¡Entré en pánico! No estaba en
condiciones de pensar que hacer en esas circunstancias, mucho menos en
condiciones de hacer lo que fuera necesario. Rápidamente, me di cuenta que no
había motivo para el pánico, NO ESTABA SOLO, el grupo entero bancó esta
pinchadura, sin duda la más inoportuna de todo el trayecto. Antes que pudiera
reaccionar Adrián había sacado la rueda y colocado mi cámara de repuesto,
operación, que tuvo que repetir, con una cámara emparchada que Ian me dió a
cambio de la mía. Por fin, gracias a todos puede llegar a casa cansado, con
frío, pero feliz.
¿Si todo lo aquí escrito es
cierto?.... y lo es, algunos se preguntarán por que lo hacemos. Una vez
ante una travesura de secundaria -saludamos a una profesorcita de inglés, muy bonita ella, con una lluvia de papelitos- otra profe, algo mayor, haciéndose la compinche me pregunta ¿Y a usted Ferrari
que es tan serio, le divierte esto? Si, le contesté. La respuesta, antes como ahora, es sencilla. Lo hacemos porque nos divierte. ¿Por que nos divierte? es otra
historia….
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