martes, 10 de junio de 2014

VILLA LA ANGOSTURA – ESQUEL POR LA CARRETERA AUSTRAL


Cuando mis compañeros de ruta del 2013, me avisaron algo tardíamente que no iban a poder acompañarme, como habíamos planeado, en el Cruce de los Andes 2014, me invadió una sensación de angustia. Estaba solo y la posibilidad del Cruce parecía desvanecerse...
Pasado el primer momento de shock, y a poco menos de un mes del inicio de mis vacaciones, que había reservado para eso, me dediqué a buscar el modo de emprender la soñada travesía. Finalmente, encontré una propuesta muy interesante –ofrecida por Los de La Bici- que parecía la menos estructurada dentro de las organizadas, lo cual resultaba lo más parecido a mi idea inicial, de hacer el itinerario de manera autónoma.
Luego de unas llamadas telefónicas y tras una entrevista de “admisión” me incorporé al grupo. Mi tardía incorporación al grupo, me deparó algunos problemas logísticos, especialmente en relación al costo de los pasajes. Finalmente luego de una ardua búsqueda, pude resolver el tema. Ida en Bus a Villa La Angostura por 100 dólares y vuelta en avión desde Esquel gratarola, aprovechado unas millas que tenía acumuladas.
Los días previos a la partida los pasé preparando y revisando el equipo una y otra vez hasta que el 15 de Enero. Durante la reunión prevista para cargar bicis y equipajes en el tráiler, conocí a quienes serían mis compañeros de viaje. Hasta el momento de abordar el ómnibus el sábado 17 a la noche, estuve muy inquieto, pero el día finalmente llegó y luego de un viaje más largo que lo esperado, el 18 cerca de las 7 de la tarde llegamos a Villa La Angostura.
El camping era un hervidero, me costó asimilar que ese fuera el mismo lugar en el cual en febrero del año anterior dudé donde poner la carpa de tanto espacio que había disponible. El lugar reservado para el grupo, lucia como un abigarrado racimo de carpas y bicis que a la mañana siguiente quedaría vacío solo por algunos minutos, ya que la Villa se veía repleta de turistas. Esa noche comimos asado y algunos compartimos un buen vino, que en mi caso no volvería a probar hasta mi regreso a Buenos Aires.
El día uno arrancó con un camino para mi conocido, hasta la bifurcación de rutas, donde a la derecha se va por 7 lagos a San Martín de los Andes y a la Izquierda hacia el pasó Samoré. Después de la bifurcación, una sucesión de subidas y adrenalínicas bajadas de buen asfalto, me hicieron sentir en un parque de diversiones. Luego de ellas llegamos al puesto de migraciones y tras el consabido trámite migratorio, estaba previsto el almuerzo a la vera del camino. Este se hizo esperar, ya que la combi que nos acompañaba, vio demorado su paso debido a la gran cantidad de vehículos que a esa hora se apiñaban en el puesto fronterizo.
Luego del almuerzo, reiniciamos la marcha rumbo al límite y en forma simultánea con el desmejoramiento del tiempo el camino se ponía más y más empinado.... recién arrancaba la cosa y por momentos tenía ganas de abandonar, pero pedaleando en relación 1:1, un poquito caminando y otro poquitito a pie, logré llegar al límite internacional. Unos cientos de metros antes de llegar un mirador al costado del camino, nos regaló una vista sobrecogedora de la ruta que acabábamos de transitar.
Llegamos al cruce pedaleando y tras las fotos de rigor emprendimos la empinada bajada hacia el pacífico, mientras una ligera llovizna mojaba nuestros rostros, recorrimos a velocidades cercanas a los 70 km/h, la distancia que nos separaba del control migratorio chileno, fueron 15 km a puro vértigo, no puedo decir que haya visto mucho pero las sensaciones fueron invalorables. En el control, luego de una revisión minuciosa de nuestros equipajes, absolutamente inusual de este lado de la cordillera, nos confiscarían 8 paquetes de lentejas.
Las bolsas de alimento para perros con las que una compañera protegía sus bártulos, provocó la confusión del can encargado de la revisión que una vez olfateado el alimento pareció declarase en huelga de narices caídas y no quiso laburar más. Esta situación provocó la hilaridad del grupo, lo que llevó al celoso funcionario a cargo de la revisación a explicarnos que la reacción del animal se debió a que detectó la presencia de harina de carne, producto cuya entrada al país estaba prohibida, intentando salvar, de este modo el buen nombre y honor del animal.
Pocos kilómetros después del control chileno y luego de otras impresionantes bajadas arribamos al camping Anticurá, que comparado con los campings de Argentina era absolutamente agreste. Por otra parte, nos llamó la atención que el mismo estuviese prácticamente desierto hasta nuestra llegada.
El día dos arrancó con una ligera llovizna que nos acompañó durante toda nuestra jornada: El tiempo, tiempo variable dentro de lo malo, nos sometía a la necesidad de adecuar la vestimenta a cada rato. Pasábamos de sofocarnos por el calor en las subidas a cagarnos de frio en las bajadas. Al salir de la selva Valdiviana, paramos para almorzar bajo un frondoso árbol al costado de la ruta, comimos panchos, que luego se convertirían para mi gusto en el plato estrella de los almuerzos.
Para no abundar en el tema gastronómico, pero tampoco pasarlo por alto. Aquí diré que a la mañana nos esperaba un desayuno con café, cacao y otras infusiones calientes, al mediodía comíamos sándwiches diversos y por las noches gracias a la habilidad de uno de nuestros guías cenábamos comidas calientes básicamente energéticas. Debo reconocer que cocinar para veintipico de personas nos es tarea fácil y menos cuando hay que hacerlo al aire libre y contando con solo un par de ollas. Chapeau, para el cocinero.
Concluido el almuerzo pedaleamos hasta la localidad de Entre Lagos, donde subimos las bicis al tráiler y en bus nos fuimos primero a Osorno y luego a Puerto Varas, una especie de San Martín de los Andes chileno. Esa noche dormimos, en un hermoso camping donde armamos nuestras carpas bajo un bosque de arrayanes a orillas del lago Llanquihue, desde donde dicen, se aprecia una hermosa vista del volcán Osorno, que no estuvo disponible para nosotros debido a las inclemencias del tiempo. Me apenó saber que el de Quetrihué no es el único bosque de arrayanes del mundo como hasta ese momento pensaba.
La mañana siguiente arrancó, para variar, con lluvia la que nos acompañó todo el día hasta nuestro arribo a Puerto Montt. Este tramo fue bastante estresante dado el que el intenso tránsito sumado al mal tiempo requirió toda nuestra concentración para evitar cualquier percance en la ruta. En Puerto Montt nos hospedamos en un albergue familiar y aprovechamos para ir a las “Concinerías del Puerto”, tal vez el lugar más emblemático de la ciudad. Lo peor de Puerto Montt sin duda la estatua inspirada en el bello tema de Los Iracundos que lleva el nombre de la ciudad. Realmente in-mirable, en fin....
Al dejar la ciudad, arrancamos el pedaleo por la mítica Carretera Austral, con el Pacífico a nuestra derecha y Los Andes a la izquierda. Destino: Caleta La Arena, donde abordaríamos el primer Ferry. Tras un corto viaje arribamos a la comuna de Hualaihue, donde nos alojamos en una casa de familia cercana.
El lugar era un camping agreste en el que también estaba la casa familiar. Si bien precario el lugar nos regalaba una vista privilegiada del –a esa latitud- recortado litoral marítimo chileno. A la mañana, un incidente con la falta de un chaleco de duvet demoró nuestra partida por casi tres horas. Con un poco de bronca, nos fuimos sin que el mismo apareciera, pero seguros que nadie de los nuestros lo tenía. Finalmente a la tarde nos llaman por teléfono pidiendo disculpas y avisándonos que el chaleco había aparecido en la camioneta del dueño de casa, de donde nunca había salido. Y bueh....
La partida demorada y el fortísimo viento marino hicieron este tramo sumamente difícil. Durante todo el trayecto fui cerrando el pelotón y por más que lo intentaba no podía ir más rápido. El programa era llegar a Hornopirén al anochecer para tomar el Ferry a la mañana siguiente. Con el correr de las horas nos dimos cuenta que la meta iba a ser inalcanzable, así que se decidió que la combi se adelante para dejar los equipajes en nuestro destino y regresara por nosotros y las bicis. Resultado, llegamos al camping a cerca de 11 de la noche, en medio de una lluvia persistente. Armamos las carpas como pudimos, comimos algo, nos bañamos y a eso de las 1 de la mañana estaba en la carpa. De tan cansado que estaba casi no dormí.
Amaneció con sol y aprovechamos el viaje en Ferry de casi cinco horas para descansar y reponernos de la dura jornada del día anterior. Luego de casi cinco horas de navegación llegamos a Caleta Gonzalo, un lugar alucinante. Puerta de ingreso al Parque nacional Pumalín, propiedad del magnate Douglas Tompkins. Siiiii, el mismo que también es dueño de parte significativa de nuestros Esteros del Iberá ¿Raro no?
A la noche llovió y la mañana siguiente amaneció gris, guardamos las carpas mojadas y arrancamos rumbo al camping el Volcán desde el cual, si el tiempo lo permitía tendríamos una privilegiada vista del volcán Michinmahuida ... pero no hubo suerte. Aún bajo lluvia y la bruma el lugar era hermoso. Éste Tompkins, no es ningún tonto comprando terrenos, pensé.
La próxima etapa nos conduciría hasta Chaitén, ciudad destruida en mayo de 2008 por la erupción del volcán de homónimo. La destrucción fue tal que el gobierno procedió a evacuar a la totalidad de los habitantes, con la idea de relocalizarlos definitivamente. Sin embargo un grupo de rebeldes, individuos imprescindibles para la especie humana, se resistió al traslado y la ciudad resurgió literalmente de las cenizas. Allí nos esperaba una linda posada y por fin volveríamos a dormir en una cama.
El camino a Chaitén, inmerso en la selva Valdiviana era alucinante y la espesa vegetación, compuesta de árboles inmensos y helechos gigantes evidenciaba que el tiempo lluvioso que nos acompañaba desde nuestro ingreso a Chile, no era la excepción sino la regla del lugar. Al final de una de las interminables bajadas de ripio, reportadas por todos los expertos como peligrosas, justo en el punto donde el ripio se unía al hormigón de un puente, volé por los aires y sentí como mi cabeza, casco mediante, se estrellaba contra el piso. Por un momento vi una luz intensa como un relámpago y me encontré boca arriba mirando el cielo y repasando mentalmente mi humanidad... estaba entero.
Rápidamente mis compañeros de viaje se aceraron a ayudarme y me recomendaron quedarme un rato tirado sin hacer movimientos bruscos hasta asegurarme que todo estaba ok. A los pocos minutos, estaba en pie buscando parte de mis anteojos que increíblemente habían salido indemnes al igual que yo. Por el contrario mi casco estaba rajado justo en la zona que se corresponde con la unión de los huesos occipital, parietal y temporal. Fin de la historia, de allí en más, con casco hasta para ir a la panadería.
Retomé el pedaleo sin dificultad y cuando estábamos casi por salir del parque nos encontramos con una pista de aterrizaje en el medio de la ruta y para nuestro asombro justo en ese momento un avión estaba a punto de aterrizar en ella. Al terminar la pista comenzó el asfalto y tras una larga subida, en la cual fuimos salvajemente atacados por los tábanos, apareció una bellísima bajada en la que registré una velocidad de 63,67 km/h. Nada mal para alguien que un par de horas atrás había visto la luz.
Llegando al Chaitén paramos a sacar unas fotos y fue entonces cuando tomé conciencia del intenso dolor en mi cadera que prácticamente me impedía apoyar el pié izquierdo. Esa noche un poco saltando en una pierna y apoyándome en los hombros de mis compañeros logré ir a cenar con ellos y retornar al hotel. Debo decir que en medio de mi adversidad, me sentí muy cuidado y mimando por todos.
Al día siguiente, el dolor había disminuido pero me costaba mucho bajarme de la bici, así que decidí no pedalear y viajé en la combi mirando el paisaje desde mi asiento. Todo ese día fue soleado pero a la noche, como no podía ser de otra manera llovió intensamente. A la mañana seguía lloviendo y volví a subirme a la combi, mirando no sin un poco de envidia como el resto del equipo se disponía a pedalear.
Sin embargo, a los pocos km en el pequeño pueblo de Santa Lucía, terminamos todos refugiados en un tinglado, donde nos guarecimos de una fuerte lluvia acompañada de rachas de viento muy fuerte que impedían el pedaleo o lo tornaban innecesariamente riesgoso. Otra vez la combi tuvo que llevar el equipaje al lugar elegido para pasar esa noche y volvió por nosotros varias horas después. Llegamos al camping al anochecer y comimos en un quincho cerrado, algunos optaron por dormir adentro, pero yo resignado a la lluvia armé mi carpa afuera y dormí plácidamente durante toda la noche.
El trayecto previsto para el día siguiente, iba a ser corto por lo que decidí tomarme el último día de descanso de pedaleo para estar entero el resto de la travesía. De Futaleufú al límite con Argentina la cinta asfáltica transcurría por un hermoso valle transversal, por lo que el segundo cruce de la cordillera, de nuevo arriba de mi bici, fue muy tranquilo.
Irónicamente, luego del cartel que anunciaba, bienvenidos a la República Argentina, el camino se tornó sumamente duro, con ripio grande y suelto que dificultaba nuestro avance hacia el camping. Quienes dicen que el ripio en Chile es malo tendrían que ver el de la ruta nacional 259 y después charlamos. Durante el traqueteo desde el puesto fronterizo hasta el camping Puerto Ciprés a orillas del río Grande, mi campera impermeable se escapó del portaequipaje y como era el último de la fila allá quedó contaminando el ambiente, pido disculpas por esto pero no puede evitarlo.
La noche se presentó muy fría y ventosa y tuve que trabajar más de una hora a oscuras, para girar poco a poco mi carpa, que había sido tumbada por el viento y poder entrar en ella para descansar. Restaban dos días de pedaleo, uno por ripio hasta Trevelin y un corto tramo a Esquel por ruta asfaltada. En ambas localidades dormimos en camas en lugar de carpas lo que nos ayudó a recomponernos para el regreso.
En Esquel, tuve un día libre que aproveché para tomar “La Trochita”, tren en el que viajé cuando niño desde Ingeniero Jacobacci a Esquel. Me entristeció ver como un medio de transporte imprescindible, fue convertido por desidia de los gobernantes en un atractivo turístico que me atrevo a calificar como un “monumento a la autodestrucción”. Espero que mis hijos vean el día en que se dejen de convertir estaciones ferroviarias en centros culturales y vuelvan usarse para su fin específico que nunca debieron perder.
Al día siguiente, tomé el avión en Esquel y en menos de tres horas estaba abriendo la puerta de casa. Habían terminado unas vacaciones distintas que a pesar de cansadoras me cargaron de energía para más de un año. En el 2015 volveré a cargar las pilas.

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